En su lujoso palacio del centro de Jalalabad, principal ciudad de la región, el mulá toma asiento ante su escritorio, ataviado con la tradicional larga camisa blanca, turbante y chaleco negros, y entre dos grandes banderas blancas del Emirato islámico de Afganistán.
El gobernador relata la decisiva victoria de principios de agosto en el distrito de Sherzad, al cabo de «furiosos combates», que condujeron a sus tropas a las puertas de Jalalabad.
Ésta era una de las grandes ciudades que les quedaba por conquistar a los talibanes, en un país donde el gobierno y su ejército se derrumbaban como un castillo de naipes.
En los días siguientes, cuentan ahora dos dirigentes talibanes, el entonces gobernador provincial les hizo llegar mensajes: «Nos dijo, no voy a combatir por (el presidente) Ashraf Ghani, y no quiero que la ciudad sea destruida», recuerda uno de ellos. «Aceptamos el acuerdo, nosotros tampoco queríamos combatir en la ciudad».
Durante dos días, el mulá Mohammad estaciona a sus tropas en torno a la ciudad, consulta y organiza su futura administración. «Nombré un jefe de policía, un director de aduanas…»
El 15 de agosto, los talibanes entran en Jalalabad, donde las autoridades se rinden. Horas más tarde, la capital Kabul cae de la misma manera, y el presidente Ghani se fuga.
Combatir a los yihadistas
Varios habitantes de Jalalabad están atemorizados, pues está vivo el recuerdo del brutal régimen de los talibanes de los años 1990, y de sus sangrientos ataques posteriores.
«Les dijimos que no habría problemas en el futuro» dice el mulá Mohammad, y asegura que los talibanes gobernarán «para todos los afganos».
Pero pese a estas garantías «mucha gente en la ciudad teme por su libertad de expresión, que los talibanes acosen a quienes no piensen como ellos. Y las mujeres temen perder mucho», explica un habitante, directivo de una ONG.
El mulá Mohammad, sereno y afable, afirma por su parte que la población apoya ampliamente a los talibanes y sus dos prioridades: restablecer la economía y garantizar la seguridad.
Al margen de la criminalidad ordinaria, el primer objetivo de este ex jefe de guerra convertido en gobernador sigue siendo el Estado Islámico del Khorasan (EI-K), autor estos últimos años de varios sangrientos ataques, entre ellos el doble atentado suicida que acabó con la vida de una centenar de afganos, 13 militares estadunidenses y dos británicos cerca del aeropuerto de Kabul el 26 de agosto.
La emergencia del EI-K, en particular en el Nangarhar, preocupa a Estados Unidos, ahora fuera de Afganistán pero que quiere evitar, 20 años después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 de Al Qaida, que una red yihadista global se implante de nuevo en este país. Una amenaza que ha impulsado a Washington a acercarse a sus antiguos enemigos talibanes para intentar erradicar al grupo yihadista.
Los nuevos gobernantes del país han anunciado rápidamente que no tolerarían que el EI prosiguiera sus ataques. «No van a hallar refugio con nosotros, perseguiremos a todos sus combatientes» asegura el mulá Mohammad. «Los hemos combatido, no son muy numerosos, y desde nuestra llegada al poder (en Jalalabad), hemos detenido de 70 a 80 de sus combatientes».
Pero ¿será todo tan fácil? Algunos expertos de la región hablan de la posible cercanía con el EI-K de algunos talibanes, como la red Haqqani, considerada terrorista por Washington e históricamente cercana a Al-Qaida. Su jefe, Sirajuddin Haqqani, es uno de los principales dirigentes de los talibanes.
«No hay relación, es totalmente falso» desmiente el mulá Mohammad. «Su excelencia Sirajuddin Haqqani es uno de nuestros líderes y estamos todos firmemente comprometidos contra el EI».
Con información de Milenio